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Historia de un billete de cien dólares (jul 24)

Enviado por Infolaft el

Artículo por: Infolaft

El siguiente relato es una mezcla de hechos reales provenientes de varias fuentes, a los que se les ha agregado una gran dosis de imaginación y datos fidedignos, y cuyo fin es explicar cómo un dólar verde se puede teñir de rojo.

 


 

 

Buenaventura - Colombia

Campo Elías, quien nunca había visto un dólar en su vida, contaba en la soledad de su pieza los ochenta billetes de cien que había recibido por atravesar, en medio de la noche, un buen tramo del Océano Pacífico, y llegar hasta un punto exacto del globo marcado con coordenadas precisas en un GPS (Sistema de Posicionamiento Global). No tuvo contratiempos para encontrar, a las tres de la mañana, la otra lancha rápida que seguiría el rumbo hasta la costa de algún país centroamericano. Lo habían escogido por ser buen marinero, y sabía que los narcos no le entregan su cargamento a alguien solamente por ser valiente: hay que ser valiente y confiable.

Había imaginado que el regreso, sin la carga y sin el miedo, podía haber sido más sencillo. Sin embargo, haber hecho ese mismo recorrido, a plena luz del día, con el sol delatándolo y las olas mostrándole su poder, había sido aún más difícil que el que había emprendido la noche anterior. A Campo Elías le advirtieron que la lancha no necesariamente tenía que regresar: era desechable. Esos dos motores fuera de borda, nuevos por dentro y cosméticamente viejos por fuera, el casco de fibra de vidrio reforzado para aguantar las olas que de noche son más duras y más altas, los tanques de gasolina con suficientes galones para llevarlo y traerlo, todo en esa embarcación podía quedarse en la inmensidad del mar. Todo, incluyéndolo a él, podía no volver, pero la droga sí tenía que ser entregada en las coordenadas indicadas y a la hora acordada.

Por haberlo logrado Campo Elías recibió ocho mil dólares. Miró el primer billete, sin entender nada de lo que estaba inscrito en ese pedazo de papel moneda, compuesto por lino y algodón. Le llamó poderosamente la atención que sobre el verde del billete alguien hubiera marcado, con cierta dosis de menosprecio, como si fuera un grafiti del más allá, un sello simple que mostraba una luna menguante en color rojo merthiolate.

No fueron los símbolos masones ni los microtextos lo que llamó su atención. Estaba concentrado en la poderosa sensación de saber –o más bien, en la fe de creer-  que con ese billete de cien dólares podría ir a cualquier parte, y que se lo aceptarían. Ese billete que admiraba Campo Elías, un negro flaco y alto que no conocía más que el mar y su Buenaventura, había hecho un viaje más largo y peligroso que el realizado en aquella entrega, bajo la oscuridad de la luna nueva.

 

Arlington, Virginia

Unos años antes, muy lejos de ese mar y de ese delito, Jeff escribe un mensaje de texto breve y conciso. No es una clave. Es una dirección y una pregunta simple: “¿A qué hora nos vemos?”. El receptor es un latino de 30 años que ya ha pasado diez en la cárcel y que sabe que si sigue distribuyendo droga por las calles volverá a usar inodoros de aluminio y un overol anaranjado. Para un inmigrante como él la cárcel es una certeza de la vida, algo como la gripa o la muerte de un ser querido, un evento que hay que saber llevar y que finalmente pasa.

Según un reporte de 2010 del Departamento de Justicia de EE.UU., hasta ese año había más de 1.6 millones de presos en cárceles estatales y federales, de los cuales el 51% de los que estaban en las federales se encontraba allí por delitos relacionados con drogas.

Jeff es un ingeniero que escribe los códigos que hacen que un misil viaje del punto A al punto B sin recorrer la predecible línea recta y sin explotar ni antes ni después. Su empleador es una empresa privada que, a su vez, trabaja para una empresa que le vende servicios al Pentágono. A Jeff le pagan casi un cuarto de millón de dólares al año, le descuentan su cuota de los impuestos para pagar varias guerras y le dejan lo suficiente para invertir en la bolsa y gastar 500 dólares todos los fines de semana en cocaína colombiana, comprada al inmigrante latino antes mencionado. Precisamente ese día de la compra, aparece en la escena el billete que Campo Elías mirará once meses después: cien dólares casi nuevos con los cuales se compra medio gramo de cocaína.

De acuerdo con un informe de 2010 de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc por su sigla en inglés), un gramo de cocaína en las calles de EE.UU. cuesta U$169 dólares, aproximadamente $320 mil pesos colombianos.

El billete se suma a más billetes y termina en las manos de un colombiano quien, por recibir tantos billetes por semana, fue apodado ‘El Rey Midas’. Tiene tanto dinero en su casa que no lo puede esconder. De hecho, si la policía entrara en ella, los oficiales no tendrían que usar perros para encontrar los U$3 342 731 dólares que tiene en ese momento en su hogar. Por la noche, con una cerveza en la mano, completa la lista de tareas que le permitirán ‘bajar’ ese dinero hasta Colombia.

Su trabajo se interrumpe varias veces por las llamadas desesperadas de sus socios –a quienes tal vez sería más correcto llamarlos clientes- que le dicen que ya no aguantan la presión, que necesitan el dinero en algún lugar de Colombia. Esa presión puede ser tan fuerte como la que ejercen las oficinas de cobro de las mafias locales o los procesos de las autoridades, los cuales hay que detener a cualquier precio.

El ‘Rey Midas’ tiene que usar varios métodos para no ser descubierto. Un poco menos de un millón de dólares serán consignados en 100 depósitos de menos de U$10 000 dólares en bancos locales para evitar el reporte de transacciones en efectivo que realizan las entidades financieras (los bancos en EE.UU. deben reportar todas las transacciones individuales que superen los U$10 000 dólares y cada año Fincen, la unidad de información financiera de EE.UU., recibe más de 1.5 millones de reportes).

El encargado de hacer esos depósitos es un pitufo (así llaman a quienes usan su nombre para consignar dinero a terceros) llamado Juan Carlos, que recorre en una moto imitación Harley Davidson las calles de ciudades intermedias de Estados Unidos con un canguro lleno de efectivo, buscando no llamar la atención. Puede hacer, en un día sin lluvia y sin nieve, hasta cinco consignaciones por hora en igual número de entidades.

Las cuentas son fáciles: 30 depósitos por día aproximadamente dan como resultado una semana para ingresar un millón de dólares al sistema financiero. Al mismo tiempo otra persona se encarga de mover ese dinero por Internet para que llegue a una cuenta centralizadora, debidamente justificada por una empresa fachada. Así, el dinero que Juan Carlos consignó durante una semana se convierte en un par de giros que desde Estados Unidos se hacen a Colombia, con todas las formalidades y todas las mentiras necesarias para hacerlos pasar por pagos de unas exportaciones. Giros reales, exportaciones ficticias. En Colombia, un narco agradecido recibirá los giros y en pocos días podrá disponer de los pesos que entran al país como pago de exportaciones, lo cual es parcialmente cierto pues el dinero es fruto de la droga enviada clandestinamente.

A la semana siguiente, para cambiar un poco su modus operandi, Juan Carlos hará giros familiares desde negocios pequeños del norte de Nueva York. Consignaciones, giros, cheques de gerencia, es el mismo principio. Es un trabajo de hormigas, son cientos de personas como él burlando el sistema todos los días.

También están los métodos tradicionales: esconder el dinero dentro de contenedores, maletas de doble fondo, encomiendas, frascos de conservas, cualquier cosa.

Otro método, tan fácil como refinado, es comprar cuadros de pintores famosos y comerciales, de esos que con un poco de maña se pueden vender en Colombia a los mismos traficantes o a los nuevos ricos. En esta oportunidad, el ‘Rey Midas’ encontró por Internet, en eBay, a alguien que en California vendía unas serigrafías de unos relojes de Dalí que parecían derretirse bajo el sol o la luna. Pedían U$500 000 por todo el juego, con certificado y todo. A los pocos días de comprarlas y pagarlas, casi anónimamente, en cheques de terceros, una anciana de 80 años que había conocido Disney World patrocinada por el negocio de las drogas, las llevará en un sobre de manila con burbujas y cartones protectores dentro de su maleta.

Los cuadros no alertan a  los perros y si un agente de aduanas en Colombia revisa la maleta jamás podrá imaginarse, ni creer, que eso es arte y que ese arte vale medio millón de dólares.

En una entrevista con infolaft, una directora del Grupo Investigativo de Delitos contra el Patrimonio Cultural de la Dijín reconoció que una de las grandes dificultades que enfrentaban para combatir esta modalidad de tráfico era que muy pocos agentes tenían los conocimientos para reconocer obras de arte originales.

Ya en Bogotá, un fantoche mercader de arte se demorará en venderlas más de un año, pero valdrá la pena, pues a este tipo de objetos se les puede ganar dinero. Gracias a Dalí y su fama, los dólares de la droga, en esta ocasión, se convertirían en pesos en Colombia. El arte sirve para todo.

 

Valle del Cauca - Colombia

El billete de cien dólares, protagonista de esta historia, llegará al aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón de Cali adherido al cuerpo voluminoso de una barranquillera que había viajado a México y después a Houston con droga en su estómago. Una vez cumplida su misión, le propusieron que para no perder el viaje de regreso, aprovechara y bajara unos cuantos dólares. Ella no sabía con exactitud cuánto dinero tenía fajado a su cuerpo, solo sabía que al llegar, si todo salía bien, recibiría otros U$8000 dólares por el mandado.

Los billetes quedaron impregnados de sudor, sudor de miedo más que de esfuerzo. La mula transpiró por última vez al ver dos perros revisando a los pasajeros en el primer piso, a pocos metros de la puerta de salida del aeropuerto. Esa vez los perros no buscaban dólares: tal vez fue suerte o un arreglo dudoso de un ser superior.

Los perros que buscan droga no pueden encontrar, de forma simultánea, dólares, debido a que su preparación está dirigida a hallar un elemento a la vez.

Una vez entregado el dinero la historia seguirá con nuevos personajes y nuevos delitos. En una caneca de plástico azul dos guardaespaldas, uno de ellos más sicario que guardaespaldas, organizan paquetes de U$100 000 dólares perfectamente empacados y rotulados para completar los U$2 000 000 de dólares, que pesan alrededor de 20 kilos y que provenientes de varias fuentes deben enviarle a las Farc para coordinar la distribución de precursores químicos en la zona.

El transporte del dinero en Colombia es más riesgoso. No solamente las autoridades están atentas a intentar  incautarse de cualquier caleta -como las incautadas a alias ‘Chupeta’ y al chino-mexicano Zenli Ye Gon en 2007 por valores de U$60 y U$210 millones de dólares respectivamente-, sino que también hay delincuentes especializados en robar a los narcotraficantes. Cuando se cargan U$2 000 000 de dólares en una camioneta no se pueden llevar escoltas, pues esto inmediatamente llamaría la atención de las autoridades y de los rivales. Hay que tratar de pasar agachados. El chofer lleva solamente una pistola nueve milímetros con papeles en regla y dos celulares, uno para reportarse si todo anda bien y otro para pedir ayuda.

Las Farc guardan la caneca en el monte, al acecho de los enemigos, la manigua y ciertos microorganismos, esa forma de inflación natural que hace que si se quedan quietas las fortunas desaparezcan.

Una noche, a los pocos días de llegar la caneca, un mando medio metió la mano y se robó uno de los paquetes; nadie se dio cuenta, pues en el inventario del frente, consistente en un cuaderno cuadriculado de esos que se usan en las escuelas más pobres, solo existía un registro que decía “1 caneca con dólares”, escrito con una letra acorde al cuaderno.

Cuando el sonido de los helicópteros se vuelve común, los guerrilleros saben que las cosas se ponen duras. Les cortaron los suministros y los operativos no les permiten ir a cobrar las extorsiones a los campesinos de la zona; tienen entonces que echarle mano a la caneca de los dólares y sacar uno de los paquetes que contenía U$100 000 dólares. Uno de esos billetes es precisamente el mismo que protagoniza este relato, el que un ingeniero de Estados Unidos entregó por unos gramos de droga que ya dejaron de surtir efecto en la mente del adicto, pero sí siguen causando efectos en Colombia.

Las Farc comisionan a un civil de confianza, podría decirse que es lo que la prensa llama miliciano, para que viaje a Cali a vender los dólares. “Es que no podemos comer billetes”, le dijo el comandante; esa frase ha sido repetida, como una sentencia premonitoria por piratas, gánsteres y mercenarios de todos los tiempos, en todas partes.

Por hambre, por suerte o por desgracia ese billete de U$100 dólares llega a las oficinas de Cambios Luna. Le abren la puerta a los dólares, pero el portador debe quedarse afuera, vigilado. Una vez verificada su autenticidad, pues en Colombia están los mejores falsificadores de dólares, se le entregan los pesos embalados con cintas de bancos serios y un desprendible de calculadora eléctrica japonesa, de esos que imprimen en negro y en rojo para dejar constancia  -o mejor para no dejar constancia- de que las cuentas están claras, así el negocio sea turbio. Gracias a esa transacción, esa semana los guerrilleros sí podrán comer.

Cambios Luna es una caja de cambios, un negocio oscuro que maneja plata de varias organizaciones rivales, las cuales por necesidad más que por acuerdo, no tocan a su dueño ni a su negocio. Tiene una fachada de casa de empeño, con una vitrina en la cual yacen polvorientos unos cuantos relojes, joyas y otros electrodomésticos que nunca han tenido dueño y que así lo tuvieran, nunca jamás los podrían recuperar. Pero en su segundo piso funciona una oficina de cambios o como quieran llamarla, que sin vigilancia ni supervisión cambia dólares y pesos.

En una sola operación se dan la mano sin saberlo –o sin quererlo saber- el narcotráfico y la extorsión, la corrupción y la prostitución. En fin, todos los males de este país tejen su historia sin saberlo en ese cuarto de cuatro metros por cuatro, en el cual una caja fuerte sirve para evitar que el viento se lleve los billetes cuando se abre la puerta.

Don Melquiades, el dueño del negocio, tiene que marcar los billetes para no confundir a sus dueños. Cuando se tiene dinero de los buenos clientes en depósito, dinero propio de aquellos que se dejaron tumbar y unos cuantos billetes falsos, es indispensable marcar los billetes para rentabilizar el negocio cuando se presenta la oportunidad. “Es como una garantía”, le explicó don Melquiades una vez a un joven malandro y emprendedor que no vivió lo suficiente para entenderlo. Por esa razón, mucho antes de que Campo Elías, el lanchero que inicia esta historia, hubiera podido imaginar que entraría en el negocio del narcotráfico, Don Melquiades le ponía el sello de una luna roja a un billete que marcaría su destino.

No todos los billetes están marcados con este tipo de sellos de tinta que permiten conocer un breve lapso de su pasado. Las marcas realmente importantes de los billetes las dejan las manos que los tocaron y los crímenes que se cometieron por ellos. Aunque esas marcas no se ven, tampoco se pueden limpiar.

 

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